lunes, 19 de marzo de 2012

Familias y Escuela: Empatía, participación, diversidad y redes


Venía yo rumiando tras leer ecos del #EABE12... En particular, me quedé enganchada en una reflexión de Manuel Jesús en Direblog: "(...) en nuestro grupo había dos padres y una madre (éramos más padres y madres, pero contábamos como docentes)". Casualmente, también en Twitter se inició una discusión (suave, no más que un aleteo entre tres o cuatro aves revoltosas... ) en la que se acabó nombrando a los "especialistas escolares"... Así que decidí escribirlo aquí, Twitter es demasiado efímero.

Ya lo he dicho más veces: la clave de la participación de las familias está en querer que participen. Pero no todas las personas entendemos lo mismo por participar, o por querer, e incluso me atrevería a decir que algunas no tienen claro que sea bueno, por sí mismo, que las familias participen. Se me ocurren varias reflexiones, que tal vez ayuden a desenredar la madeja de lo que significa que las familias estén en la escuela, e incluso (nada me gustaría más) a convertir a los reticentes.

Imagen de Douglas Walker
Lo primero es ponerse en su lugar, en nuestro lugar, en el lugar de las familias: que los y las docentes recuerden que son padres y madres (los que lo son, claro), que tienen hijos e hijas, que a su vez tienen profesores y profesoras. Que recuerden cómo se acercan a los maestros y maestras de sus hijos e hijas, si se les hace necesario decir que son del gremio, o si por el contrario, ni lo comentan. Si acuden a las entrevistas a las que les citan, o les coincide con sus horas de trabajo; si les parece que es suficiente responder a las iniciativas del docente o si van más veces a la escuela a interesarse por aspectos generales de la gestión, de las instalaciones o del modelo pedagógico; si por el contrario, se mantienen a una prudente distancia porque ya conocen de primera mano lo incómodo que resulta tener a una madre o a un padre husmeando por allí. No bromeo, me parece que es imprescindible explorar en nuestras propias actitudes y sentimientos para entendernos y entender a los demás. Si resulta que no tienes descendientes, puedes simplemente recordar tus tiempos de escuela, y cómo recuerdas el papel que tu padre y tu madre jugaban en ella...

Para continuar, tratemos de entender lo que quiere decir "participar". La escuela es el instrumento del que se ha dotado la sociedad para la educación de nuestras hijas e hijos. El uso de estas palabras, "sociedad" y "nuestras", conlleva al menos dos niveles distintos de participación. Por un lado, las familias son reconocidas por la sociedad en general como un agente o sector dentro de la Educación, de la Escuela con mayúsculas, o más bien como la forma en que la sociedad está presente en ella, y por eso la ley prevé una serie de mecanismos para el control social y democrático de lo que ocurre dentro de las escuelas (ayuntamientos aparte), desde el Consejo Escolar del Estado hasta la figura de delegado o delegada de grupo, incluyendo el papel que de forma bastante hegemónica se otorga a las federaciones y asociaciones de madres y padres. Para mi gusto, esta participación de la sociedad se queda extraordinariamente corta para lo que podría ser, pero ese es otro asunto. Sin embargo, existe otro nivel de participación: el que está asociado al hecho de que sean MIS hijos e hijas los que están en una escuela concreta, con una determinada maestra o maestro, y unos compañeros y compañeras. Ese nivel de participación no está tan claramente regulado, porque no es posible regular la educación que cada familia quiere dar a sus hijas e hijos, y es el que me gustaría desarrollar en este artículo.
Imagen de josesoyo

La participación no puede entenderse como la lectura fiel de un guión escrito por otros. No podemos pretender que todas las familias participen de la misma manera, ni interpretar que la falta de adecuación a ese guión es desinterés o desidia. No podemos blandir la diversidad como riqueza en una mano, y con la otra expulsar a los que no se ajustan al esquema establecido por nosotros mismos. No podemos criticar la falta de compromiso de los que están más lejos y rechazar el exceso de celo de los que se acercan más. Participar significa comprometerse, pero también capacidad para decidir, para cambiar, para intervenir; no es un sinónimo de escuchar, obedecer e informar. Cuando yo digo que quiero participar activamente en la educación que la escuela de mis hijos les da, lo que digo es que quiero pactar con la escuela tanto lo que se espera de ellos y de mí, como lo que la escuela les dará a cambio. Pactar, sí, eso he dicho: la otra cara de la moneda de la participación de las familias es la pérdida del control absoluto de los procesos educativos por parte de la escuela.  

En este punto, me parece interesante traer a colación un texto que proponía @salpegu en twitter, de Miguel Angel Santos Guerra, "La escuela que aprende", y extraería esta cita:

"Los padres se consideran inexpertos en cuestiones de enseñanza, y los mismos profesores se encargan de recordarlo. El profesionalismo actúa como una barrera disuasoria..."


Un ejemplo, que creo que muchas personas, hombres y mujeres, entenderéis: participar en las tareas del hogar no es ir a la compra con la lista que te ha hecho tu mujer, o pasar el polvo cuando te lo piden; es repartirse el trabajo de manera consensuada, aunque las tareas finales sean las mismas. El primer modelo te deja fuera de las decisiones, y también de las responsabilidades; te empequeñece, y no te hace sentirte parte; el segundo modelo te responsabiliza, y te reconoce en tu condición de adulto capaz.

Sigamos. Como tercera observación, una obviedad: ni las familias ni los docentes ni el alumnado de una escuela se pueden ventilar con una etiqueta, ya que todo lo que digamos será solo una aproximación a la realidad... Cada familia, como cada alumno o cada maestra, es diferente; cada familia entiende la relación con sus hijas e hijos de manera diferente, así como su educación y la relación con la escuela; de la misma manera que cada niño o cada niña van a la escuela y trabajan con distinto talante, y cada docente entiende su trabajo de manera diferente. 

Imagen de Julie Falk
He trabajado muchos años de cara al público. He tenido que escribir muchos carteles, redactar muchas instrucciones y mantener muchas conversaciones para y con mis usuarios. Y si no hacía un esfuerzo por entender lo que le iba a mi interlocutor en aquello de lo que hablábamos, no llegaba a ninguna parte, no podía ayudarle. Si basaba mi entendimiento en juicios previos, suposiciones o experiencias anteriores con otras personas usuarias del servicio, acababa con severos malentendidos. Porque cada persona es diferente, y si el servicio que prestas es un poco complejo, esta diferencia se hace absolutamente patente. La educación es, reconozcámoslo, un servicio complejo, y para prestarlo con calidad, es necesario atender a cada uno de acuerdo con lo espera del mismo. Eso no quiere decir que esas expectativas sean correctas, legítimas o ni siquiera razonables, y tampoco hay por qué considerarlas inmutables. Pero lo que, desde luego, no es admisible es que las expectativas de las familias respecto de la escuela y de sus propios hijos sean impuestas, unilateralmente, por la escuela. En particular, las expectativas en relación con el aprendizaje y el rendimiento escolar, deben estar adaptadas a cada individuo, familia, centro, barrio... Y para alcanzar eso hay que escuchar, casi tanto como hablar. 

Por último, me gustaría que cada maestro y cada maestra pensara en ese padre, o esa madre, con quien se entiende especialmente bien este curso. No sé si habrá más de uno, pero más de una, seguro. ¿Ya lo tienes? Pues ¡úsalo! ¡Pregúntale, comunica tus inquietudes! Una cosa es la discreción, y otra los secretos de Estado. A veces, es difícil entenderse con algunas familias. Puedo aceptar que incluso muchas veces. Pero entre las familias de una escuela, de una comunidad, hay redes que facilitan el entendimiento y la aproximación. Y sí, también hay casos perdidos, pero se hace difícil creer que sean la mayoría de las familias ¿no? No conseguirás la participación de las familias en la escuela hablando de ellas, sino hablando con cada una de ellas. 

Imagen de Marc Wathieu
Para la Secundaria no tengo propuestas, lo siento. Creo que a las familias, como al alumnado, se las educa desde Infantil (y esto lo siento también). Pero el sentido común, y el estadístico, siempre ayudan. La probabilidad de que todas las familias de un centro sean intratables o malas personas es casi nula. Más o menos, parecida a la de que todos y todas las docentes del mismo centro sean malos profesionales o malas personas. A título personal, casi siempre he recibido buenas palabras de mi hijo y de mi hija por parte de sus tutores, salvo en tres de ocasiones: la primera de ellas, una profesora me dijo que estaba muy decepcionada con mi hija, su rendimiento y su comportamiento; la segunda, el curso siguiente, una profesora me regañó por aportar mi opinión respecto a lo que preguntaba en la reunión de familias de principio de curso; ambas cosas me parecieron comprensibles, soportables, y las encajé razonablemente, aunque no estuviera de acuerdo; la tercera ocasión, dos años más tarde, una profesora me contó que mi hija era una egoísta porque preguntaba mucho en clase, una impertinente porque cuando le preguntaban qué carrera estudiaría contestaba "No sé, pero estudiaré en Madrid y no en Pamplona", y una inconsciente, como sus padres, porque había elegido el Bachillerato de Ciencias cuando sus inclinaciones eran artísticas. Para la falta de profesionalidad, de sentido común y de tacto de esta persona no tuve palabras. Para su soberbia y su estrechez de miras, tampoco. Estoy segura de que sus encuentros con otras familias habrán sido una fuente continua de malos tragos y experiencias amargas. Yo creo que bastaría con no agredir a la gente, culpándoles o poniendo en duda su trabajo como padres o madres. Si queremos, al menos, colaboración, a las familias hay que sentarlas al lado, no sacarlas a la palestra. 

La escuela está al servicio de la ciudadanía, y no al revés. Eso quiere decir que todo lo que se haga en ella debería ir dirigido a mejorar el servicio de la educación. Para mí es obvio que la mejora de ese servicio está también en el punto de mira de las familias. Pero también lo es que la idea sobre lo que debe ser dicho servicio no es la misma para todas las personas, sean estas familiares, docentes o alumnado. La disparidad en los puntos de vista, o la falta de conocimientos específicos sobre los procesos de aprendizaje o los contenidos de los mismos, no justifica la falta de transparencia de la escuela. 

Y, recordemos, la norma plantea un mínimo para la participación, no un techo. 

miércoles, 14 de marzo de 2012

Un cuento, nada más.

Voy a contar un cuento, una historia, sobre una escuela, una maestra, una familia y un niño. Un cuento que lo pone todo del revés, porque la vida es así, independientemente de lo que una espere, desee, o tenga previsto. 

Imagen de Ariel López
Este cuento es una ficción, más o menos. Cualquier parecido a la realidad es... un parecido. Pero necesito escribirlo para demostrar algunas cosas:

1. La experiencia personal es una fuente enorme de conocimiento, pero no necesariamente una guía para elaborar el propio código ético o sistema de valores. 

2. El conocimiento que aporta la experiencia personal no puede sustituir al conocimiento global sobre los fenómenos o los procesos, ni a la realidad, solo puede matizarlo, o ayudar a su comprensión. En educación, y en cualquier otra disciplina.

3. Las buenas maestras, como las buenas personas, se equivocan muchas veces: no solo cuando se arriesgan e innovan, también cuando se ciñen a lo conocido. 




Tipografía de Letrerías


abía una vez un niño, que es por donde deberían empezar todas las historias sobre la escuela. 


Era un niño silencioso, un poco triste, con unos ojos grandes y negros como túneles del AVE y un talento de talentos, por todos y todas conocido y apreciado. Como todos los niños, adoraba a su papá, a su mamá, y a su maestra. Pero no les entendía. No entendía por qué tenía que rellenar una cuadrícula con los números del 100 al 200, cuando ya sabía contar hasta infinito (o casi). O por qué tenía que escribir cuentas en un papel cuando las hacía de cabeza mucho más deprisa. O por qué tenía que trabajar en el cuadernillo de ortografía en vez de escribir su cuento, "Harry Potter IX". O por qué tenía que colorear el payaso de la ficha de inglés, si sus propios dibujos de payasos eran mucho más bonitos...

Durante un tiempo, se conformó a regañadientes, pensando: "Ya se les pasará". Pero solo pasaba los días... y nada cambiaba. Así que empezó a no poder... a no poder escribir en las cuadrículas durante más de 30 segundos seguidos, a no poder colorear, a no poder escribir las cuentas porque se distraía y tenía que volver a empezarlas cada rato... a no poder estar sentado en clase, a no poder callarse, a no poder decir gracias y por favor... Y a equivocarse en esto y aquello y lo de más allá. Se convirtió en un mal alumno...

Su papá y su mamá estaban muy preocupados, y su maestra también. Por eso un día, quedaron para hablar. Todas sabían lo que pasaba, pero la solución no era fácil. El papá y la mamá querían que al niño le siguiera gustando la escuela (y las matemáticas),  y entendían que eso solo podría pasar si toda esa parte de escuela que venía a casa cambiaba. Pero la maestra no estaba de acuerdo, porque le resultaba difícil manejar esa situación delante de los otros niños, y porque pensaba que era necesario el trabajo en casa para que los niños y niñas adquiriesen hábitos de estudio personal. El papá y la mamá entendían su punto de vista, y lo respetaban, aunque no estaban de acuerdo.

Imagen de Ra Moyano
Por eso le propusieron elaborar ellos mismos material para trabajar en casa, e incluso en la escuela,  puesto que entraba dentro de sus posibilidades. Así, podrían favorecer ese hábito que parecía tan importante para los niños de 8 años, y a la vez, plantearían a su hijo actividades y desafíos que le sacaran de su aburrimiento y le hicieran reconciliarse con la escuela (y con las matemáticas). El plan pasaba, naturalmente, por trabajar en ideas y conceptos totalmente ajenos a lo que pudiera ser estudiado en cualquier curso de la escuela primaria y secundaria (bases de numeración, lógica matemática, problemas de ingenio, teoría de conjuntos...) de forma que no interfiriese con los procedimientos aritméticos y geométricos básicos (y menos básicos) que constituyen las matemáticas de estas etapas. Y la maestra dijo que no. Como (casi) siempre en esta vida, las personas no son buenas ni malas: muchas veces solo tienen miedo. Miedo a equivocarse, o a perder el control. Y rechazó la colaboración de un papá y una mamá en la educación de su hijo, así, de un plumazo. 

Pobre maestra... y pobre niño... y pobres papá y mamá. Pero como era una buena maestra, y quería lo mejor para el niño, le dio lo que sabía darle: cariño y atención. Menos mal, porque en lo académico, casi nada cambió: unas pinceladas de enriquecimiento, supeditadas a la finalización en plazo de las tareas ordinarias, estrategia que se demostró inútil al poco tiempo. Si hay algo difícil de reparar sin hacer algo radicalmente diferente es la pérdida de la motivación interna. Él sufría, su papá sufría, su mamá sufría, su maestra sufría... porque no basta con hablar de los problemas: hay que darles solución.

Y pasaron dos años, con temporadas peores y temporadas mejores. Ahora el niño ya no era tan pequeño, ya estaba entrando en la preadolescencia. Ese picorcillo interior constante en que se transformaba su frustración le llevó a hacer una trastada. De las gordas. De las que podrían poner en peligro la integridad física de terceros. Y entonces, por fin, hubo suficientes razones para tomar una decisión que le cambiaría la vida... por dos motivos: porque le rescataron de la clase de matemáticas y porque le rescataron de su pozo personal.

Imagen de Walala Pancho

El niño no tuvo que volver nunca más a la clase de mates en sus restantes años de escuela primaria (aunque a veces estuviera en el aula mientras la maestra explicaba a otros la lección, y aunque se examinase cuando tocaba). Si le hubieran preguntado a él, posiblemente habría elegido estar en la biblioteca mientras tanto, investigando sobre los dioses griegos o disfrutando de una buena historia; incluso aprendiendo a programar de forma autodidacta, vaya usted a saber. Pero naturalmente no le dieron a elegir, sino que le asignaron a una persona de apoyo que cuidaba de él, en el sentido más amplio: le hablaba, le escuchaba, y también trabajaba con él las ideas, conceptos y procedimientos matemáticos. Y esto le salvó. Se volvió alegre y expansivo, y un magnífico estudiante, un alumno colaborador y un buen compañero, siempre dispuesto a ayudar a otros niños y niñas. 

Imagen de Ariel López
A la escuela le costó casi tres cursos entender que el aburrimiento mata, y otros dos que resucitaran su confianza en sí mismo y sus ganas de seguir aprendiendo en ella. Y durante todo ese tiempo, el niño nunca dejó de querer a la maestra, e incluso aprendió a querer y a hacerse querer por los nuevos maestros que siguieron. Papá y mamá acudían a la escuela regularmente para conocer de primera mano cómo iban las cosas; se sentían aliviados y agradecidos por haber tenido la suerte de ser destinatarios de una solución que apareció como por arte de magia. Pero nunca se sintieron partícipes de las decisiones. 


Este cuento aún no tiene final pero, posiblemente, será un final feliz.



PD. Todos los niños y niñas son diferentes, pero todos necesitan cariño y comprensión. Y todos merecen ser tenidos en cuenta. Los niños y las niñas, en la casa o en la escuela, son sujetos, protagonistas de sus vidas, no objetos, personajes secundarios de las nuestras.

domingo, 4 de marzo de 2012

#EABE12: Hacer posible lo ¿imposible?





Actualización: En los créditos deberían estar las personas del CEP de Marbella-Coín, que ha mantenido la wiki de eabe11 y han recopilado las imágenes. Mi reconocimiento especial a @JavierJValdivia y @Tictiritero, pero si me dejo a alguien (que es lo que pasa SIEMPRE que una hace una lista detallada), por favor no se me ofendan: fue un despiste, y estoy deseando darles crédito. De corazón.

Untitled from Nicolasa Quidman on Vimeo.