miércoles, 14 de marzo de 2012

Un cuento, nada más.

Voy a contar un cuento, una historia, sobre una escuela, una maestra, una familia y un niño. Un cuento que lo pone todo del revés, porque la vida es así, independientemente de lo que una espere, desee, o tenga previsto. 

Imagen de Ariel López
Este cuento es una ficción, más o menos. Cualquier parecido a la realidad es... un parecido. Pero necesito escribirlo para demostrar algunas cosas:

1. La experiencia personal es una fuente enorme de conocimiento, pero no necesariamente una guía para elaborar el propio código ético o sistema de valores. 

2. El conocimiento que aporta la experiencia personal no puede sustituir al conocimiento global sobre los fenómenos o los procesos, ni a la realidad, solo puede matizarlo, o ayudar a su comprensión. En educación, y en cualquier otra disciplina.

3. Las buenas maestras, como las buenas personas, se equivocan muchas veces: no solo cuando se arriesgan e innovan, también cuando se ciñen a lo conocido. 




Tipografía de Letrerías


abía una vez un niño, que es por donde deberían empezar todas las historias sobre la escuela. 


Era un niño silencioso, un poco triste, con unos ojos grandes y negros como túneles del AVE y un talento de talentos, por todos y todas conocido y apreciado. Como todos los niños, adoraba a su papá, a su mamá, y a su maestra. Pero no les entendía. No entendía por qué tenía que rellenar una cuadrícula con los números del 100 al 200, cuando ya sabía contar hasta infinito (o casi). O por qué tenía que escribir cuentas en un papel cuando las hacía de cabeza mucho más deprisa. O por qué tenía que trabajar en el cuadernillo de ortografía en vez de escribir su cuento, "Harry Potter IX". O por qué tenía que colorear el payaso de la ficha de inglés, si sus propios dibujos de payasos eran mucho más bonitos...

Durante un tiempo, se conformó a regañadientes, pensando: "Ya se les pasará". Pero solo pasaba los días... y nada cambiaba. Así que empezó a no poder... a no poder escribir en las cuadrículas durante más de 30 segundos seguidos, a no poder colorear, a no poder escribir las cuentas porque se distraía y tenía que volver a empezarlas cada rato... a no poder estar sentado en clase, a no poder callarse, a no poder decir gracias y por favor... Y a equivocarse en esto y aquello y lo de más allá. Se convirtió en un mal alumno...

Su papá y su mamá estaban muy preocupados, y su maestra también. Por eso un día, quedaron para hablar. Todas sabían lo que pasaba, pero la solución no era fácil. El papá y la mamá querían que al niño le siguiera gustando la escuela (y las matemáticas),  y entendían que eso solo podría pasar si toda esa parte de escuela que venía a casa cambiaba. Pero la maestra no estaba de acuerdo, porque le resultaba difícil manejar esa situación delante de los otros niños, y porque pensaba que era necesario el trabajo en casa para que los niños y niñas adquiriesen hábitos de estudio personal. El papá y la mamá entendían su punto de vista, y lo respetaban, aunque no estaban de acuerdo.

Imagen de Ra Moyano
Por eso le propusieron elaborar ellos mismos material para trabajar en casa, e incluso en la escuela,  puesto que entraba dentro de sus posibilidades. Así, podrían favorecer ese hábito que parecía tan importante para los niños de 8 años, y a la vez, plantearían a su hijo actividades y desafíos que le sacaran de su aburrimiento y le hicieran reconciliarse con la escuela (y con las matemáticas). El plan pasaba, naturalmente, por trabajar en ideas y conceptos totalmente ajenos a lo que pudiera ser estudiado en cualquier curso de la escuela primaria y secundaria (bases de numeración, lógica matemática, problemas de ingenio, teoría de conjuntos...) de forma que no interfiriese con los procedimientos aritméticos y geométricos básicos (y menos básicos) que constituyen las matemáticas de estas etapas. Y la maestra dijo que no. Como (casi) siempre en esta vida, las personas no son buenas ni malas: muchas veces solo tienen miedo. Miedo a equivocarse, o a perder el control. Y rechazó la colaboración de un papá y una mamá en la educación de su hijo, así, de un plumazo. 

Pobre maestra... y pobre niño... y pobres papá y mamá. Pero como era una buena maestra, y quería lo mejor para el niño, le dio lo que sabía darle: cariño y atención. Menos mal, porque en lo académico, casi nada cambió: unas pinceladas de enriquecimiento, supeditadas a la finalización en plazo de las tareas ordinarias, estrategia que se demostró inútil al poco tiempo. Si hay algo difícil de reparar sin hacer algo radicalmente diferente es la pérdida de la motivación interna. Él sufría, su papá sufría, su mamá sufría, su maestra sufría... porque no basta con hablar de los problemas: hay que darles solución.

Y pasaron dos años, con temporadas peores y temporadas mejores. Ahora el niño ya no era tan pequeño, ya estaba entrando en la preadolescencia. Ese picorcillo interior constante en que se transformaba su frustración le llevó a hacer una trastada. De las gordas. De las que podrían poner en peligro la integridad física de terceros. Y entonces, por fin, hubo suficientes razones para tomar una decisión que le cambiaría la vida... por dos motivos: porque le rescataron de la clase de matemáticas y porque le rescataron de su pozo personal.

Imagen de Walala Pancho

El niño no tuvo que volver nunca más a la clase de mates en sus restantes años de escuela primaria (aunque a veces estuviera en el aula mientras la maestra explicaba a otros la lección, y aunque se examinase cuando tocaba). Si le hubieran preguntado a él, posiblemente habría elegido estar en la biblioteca mientras tanto, investigando sobre los dioses griegos o disfrutando de una buena historia; incluso aprendiendo a programar de forma autodidacta, vaya usted a saber. Pero naturalmente no le dieron a elegir, sino que le asignaron a una persona de apoyo que cuidaba de él, en el sentido más amplio: le hablaba, le escuchaba, y también trabajaba con él las ideas, conceptos y procedimientos matemáticos. Y esto le salvó. Se volvió alegre y expansivo, y un magnífico estudiante, un alumno colaborador y un buen compañero, siempre dispuesto a ayudar a otros niños y niñas. 

Imagen de Ariel López
A la escuela le costó casi tres cursos entender que el aburrimiento mata, y otros dos que resucitaran su confianza en sí mismo y sus ganas de seguir aprendiendo en ella. Y durante todo ese tiempo, el niño nunca dejó de querer a la maestra, e incluso aprendió a querer y a hacerse querer por los nuevos maestros que siguieron. Papá y mamá acudían a la escuela regularmente para conocer de primera mano cómo iban las cosas; se sentían aliviados y agradecidos por haber tenido la suerte de ser destinatarios de una solución que apareció como por arte de magia. Pero nunca se sintieron partícipes de las decisiones. 


Este cuento aún no tiene final pero, posiblemente, será un final feliz.



PD. Todos los niños y niñas son diferentes, pero todos necesitan cariño y comprensión. Y todos merecen ser tenidos en cuenta. Los niños y las niñas, en la casa o en la escuela, son sujetos, protagonistas de sus vidas, no objetos, personajes secundarios de las nuestras.

1 comentario:

  1. Que cuento mas bonito! mereceria estar en el frontispicio de todas las escuelas, de todos los Institutos... en la cabecera de todos y todas las maestras. AR

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